La Administración Pública puede definirse como: “El conjunto de entes y
órganos integrados en el poder ejecutivo del Estado (Gobierno), pero independientes políticamente de
él, que sirven con objetividad y neutralidad a los intereses generales”. El
artículo 103 de la Constitución española establece una serie de principios que
le son de aplicación: eficacia, jerarquía, descentralización,
desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la
Ley y al Derecho. Estos principios tienden a limitar y a controlar el
funcionamiento de la Administración Pública. Es curioso, pero si hiciéramos un
sondeo entre los ciudadanos, preguntándoles si estos principios son respetados o
no, parece más que evidente que la respuesta mayoritaria sería el “NO”.
Pero la
Administración Pública, como es lógico, no sólo tiene límites, también tiene
derechos, o en su caso, precisando más, “potestades”. Definamos este
concepto: “Potestad es aquella situación de poder que habilita a si titular (en
este caso la Administración) para imponer conductas a terceros, mediante la
constitución, modificación o extinción de relaciones jurídicas, o mediante la
modificación del estado natural de las cosas existentes”, estando todo ello
conferido por el ordenamiento jurídico. La perfección sólo se alcanzaría, si
hubiese un completa armonía entre las potestades y los límites, que a la
Administración Pública, le son de aplicación. Sin embargo, en la práctica, este
equilibrio nunca ha existido, y la
tendencia no vaticina que esto vaya a cambiar; al contrario, la situación puede empeorar.
Hasta
ahora, las instancias Judiciales del Estado, eran las encargadas de controlar la actividad e
inactividad de la administración, de tal forma, que si un ciudadano veía
vulnerados sus derechos por parte de los poderes públicos, podía acudir a
los Tribunales para que estos analizaran, y en su caso, corrigieran, la legalidad perturbada. Sin embargo, si finalmente se llegasen a aplicar las
“tasas judiciales” promovidas por el Gobierno Español, serían muy pocas las personas que acudirían a la Justicia
para lograr su amparo, toda vez, que les podría resultar menos económico
adentrarse en un proceso judicial, que conformarse con el mal causado por la
administración. Para mayor abundamiento, habría que recordar que esta última
quedará exenta del pago de tasas judiciales.
Y es que si reflexionamos sobre
esto, llegamos a una conclusión, si el poder judicial era la instancia que
limitaba a la administración pública a través de sus sentencias, y ahora el acceso a la Justicia está restringido, ¿quién pone freno a las actuaciones antijurídicas de aquella?
Y es que hay ámbitos, donde el
atropello a los ciudadanos por parte de los poderes públicos, es sistemático. Hablamos, por
ejemplo, de los procedimientos sancionadores en materia de Tráfico; en ellos, se incumplen de
manera habitual, requisitos legales tales como los dos intentos de notificación, la
audiencia del interesado o la motivación de las resoluciones, y donde no se
respeta para nada la Jurisprudencia existente.
Ante este escenario, si las
potestades de la Administración Pública son superiores a sus límites, y el Gobierno no facilita a
los ciudadanos condiciones para poder salvaguardar sus derechos, ¿QUIÉN CONTROLA A
LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA?
Javier Sainz-Ezquerra Méndez. Abogado ejerciente
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